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domingo, 12 de julio de 2015

En defensa de «los locos»

Las primeras líneas de mi historial clínico se escribieron allá por 2012. El saco de mierda se rompió como se rompen casi todos: por una desavenencia sentimental. Una mera anécdota. Aquello sólo fue una excusa para abrir la puta caja de pandora en la que tenía guardado -todos tenemos guardado- un arsenal de inseguridades y rabias y miedos y puñaladas a la autoestima y pequeñas cosas que me empequeñecían. Para abrir voluntariamente el grifo de la mierda hay que ser valiente. Reconocerse a una misma en un espejo sucio no es fácil, y ni siquiera es lo más difícil del proceso. La negación es cómoda. Echarle la culpa a los demás es cómodo. Caminar por la vida evitando cualquier superficie reflectante es cómodo, pero también es mentira.

Yo no tengo un problema.

Lo repito: no tengo un problema. Un problema es tener cáncer, o que se te muera un hijo, perder todos tus ahorros por las preferentes o querer a una persona que no quiere estar contigo. Yo tengo un filtro grisáceo a través del cual veo el mundo y me veo a mí; a veces se aclara, a veces se oscurece. Un problema es que te desahucien con cuatro hijos menores y uno aún colgando de la teta, o que tus padres se mueran jóvenes. Lo que tengo yo es una actitud incorrecta hacia la vida, de la que soy consciente, con la que no me encuentro satisfecha y que trato de cambiar. Un problema es hacer el mal queriendo, y yo no he hecho eso en la vida.

Las personas pueden ser torpes en muchos aspectos. Por ejemplo, uno puede ser torpe en algo tan simple como caminar por la calle y tropezarse una media de diez veces al día. A la persona tropezadora nadie le dice "eh, tienes un problema". Corre el riesgo de matarse en una mala caída o de provocar un accidente en cadena que acabe causando la muerte de un niño, y sin embargo nadie le dice que tenga "un problema". Es, simplemente torpe, y se le acepta como tal e incluso se le ríen las gracias. Seguramente alguna vez le adviertan que debería caminar más atento, puede que las personas que la acompañen diariamente se acostumbren a mirar a la vez los pies propios y los suyos, para evitar males mayores. Nunca le dirán que tiene un problema.

La torpeza emocional también existe, y provoca tropiezos de otro tipo. A partir de un determinado número de tropiezos se empieza a decir que tienes un problema, y si además acudes a un profesional para que te enseñe a tropezarte menos, estás perdido y loco. Yo no tengo un problema. Tengo una tendencia absurda a colocarme muros en el camino, y una fuerza inusitada para derribarlos.




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