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martes, 22 de enero de 2013

Quique.


Me gusta pensar que eres más el llorón del rompeolas que el libertino del Hotel Los Ángeles. En mi imaginación caminas cabizbajo, hablas bajito, no eres capaz de mirar a las camareras a los ojos cuando les pides un trago, nunca te has partido la cara con nadie, suelen ser ellas, no tú, las que se suben la falda. Desde la habitación de un hotel de mala muerte, quizás en la Costa del Sol, lejos por supuesto de la encargada de la cocina de Los Solitarios, lejos también de la primera línea de playa, fumando en la ventana no ves, pero imaginas, la silueta de alguna Lady Drama sobre el arrecife. Bolígrafo en mano, una guitarra esperándote tendida en la cama. Todo es ficción: tus intenciones empiezan y terminan en una hoja de papel pero tienen el mágico poder de fabricar en la mente de quien te escucha recuerdos que no existen, escenas que duelen sin haberlas vivido, ni siquiera tú, tú con tus aires de Dylan, tú con tu caravana americana, de bolo en bolo, de punta a punta. Te transformas sobre un escenario, vuelves a lo mundano en cuanto pisas el suelo. Las camareras de las salas de conciertos se arreglan el pelo y se pintan los ojos y se visten de corto, nerviosas por tu llegada, por si consiguen que las mires y les dediques algo de tiempo, el suficiente para demostrar que ellas también merecen una canción como esas. A mí me gusta pensar que para ti solo existió una camarera, una vez, en un antro de mala muerte, y en tus canciones es siempre la misma chica, la misma noche, en el mismo bar. 

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