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martes, 5 de febrero de 2013

Nunca dije que quisiera vivir en una.


Por la mañana me despierta la radio. Esto significa que apenas tardo un minuto en deshacerme de esa desconexión de la realidad que aportan los sueños. La presentadora habla de escándalos de corrupción, entrevista durante media hora a un político que habla sin decir nada, vuelve a subir el paro, se ha paralizado un desahucio, la ministra de yo qué sé qué compró cualquier gilipollez con dinero público, ¿te acuerdas de que la semana pasada también hubo un follón parecido?, olvídalo, esto es lo importante ahora.
Vivo en un país herido, sangrante, moribundo, sin héroes, en el que todos los días son lunes al sol. Me rodean miles de edificios en construcción, mastodónticas moles de hormigón y andamios, un lugar perfecto para que las ratas puedan vivir más dignamente que muchos de mis vecinos. Se suceden huelgas de recogida de basura, huelgas de estudiantes sin futuro, huelgas de mineros sin presente. Muchos buscan la puerta de escape a las cárceles hipotecarias, unos pocos las encuentran a través de la ventana o de una soga al cuello. Nos rodean las caras de representantes políticos putrefactos a los que les salen gusanos por la boca. Los taberneros ya no fían, las conversaciones de barra de bar solo buscan arreglar el mundo, dichosos aquellos que aún encuentran la evasión. Cada vez que escucho un pitido -el cierre de las puertas en el tren, un camión dando marcha atrás- espero secretamente que por fin todo esto explote, pero cada mañana vuelve a despertarme la radio, la voz de un periodista que aún conserva su trabajo, anunciando que no sé qué organización supraestatal dice que vamos por buen camino.
Cuando confesé mi atracción por las sociedades distópicas me refería al futurismo literario, ajeno e irreal. Pero nunca dije que quisiera vivir en una.

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