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jueves, 5 de septiembre de 2013

La erótica de la derrota.


Tenía una fascinación insólita. Cuando era niña le gustaba aferrarse a las rejas metálicas que cercaban el campo de fútbol del barrio y mirar cómo los chicos se hacían daño jugando al balón. Celebraba cada caída, cada zancadilla traicionera, cada lesión. De sus victorias solo le interesaban los rasguños en las rodillas de los goleadores, el impacto del cuerpo del portero contra el suelo en su intento por evitar la tragedia. Renegaba de las lágrimas de cocodrilo, de los teatrillos mal aprendidos de los partidos de la tele. Tenía estudiado cada gesto y cada reacción, sabía cuándo un mentiroso se esforzaba por fingir dolor y entonces le gritaba hazte sangre, hazte sangre. Más tarde se aficionaría a las peleas de discoteca. Repudiaba a los gallitos que medían sus músculos con los de otro a puñetazo limpio, pero habría matado por curarle ese labio partido al muchacho enclenque que, intentando separarlos, siempre recibía un inmerecido golpe. Entre suspiros observaba cómo los guardias de seguridad pasaban por encima del chico para disolver la refriega, mientras un hilo de sangre se le derramaba por la barbilla. Una cicatriz o una brecha en la cabeza de un desconocido se revelaban como cimientos capaces de soportar todo tipo de fantasías y obsesiones de treinta pisos. Cuando uno es un héroe, cualquier herida de guerra es épica. Pero ella encontraba una magia imantada en el patetismo de la derrota anónima, del llorón cabizbajo, desatendido, que contempla, con el orgullo hecho pedazos, cómo la vida sigue su curso sin lavarle las pupas con mercromina.


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