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martes, 17 de septiembre de 2013

Loa a mis bares.

La Corredera está bien. Huele a porro y corre el aire de puerta a puerta. Puedes entretenerte mirando a lo lejos a algún hippy bailando tres diábolos en el aire como un endemoniado sin que ninguno llegue a tocar el suelo. La Corredera está bien, pero no es un santuario. Los Madriles es divertido, porque el postureo vinícola no deja de ser oportuno para cambiar de aires de vez en cuando. Demasiado céntrico para mi gusto, eso sí, demasiado cerca de algún eje del mal, demasiado ajeno. Las recientemente inauguradas Sureña y Provenzal alivian el bolsillo; son, en cambio, lugares fantasma descontextualizados que están como de prestado en esta ciudad. El Jazz Café es un refugio accidental, mancillado por antiguas lindes. Las copas son caras y la música está muy alta. Carece de la atmósfera presuntuosa que se le presupone a un bar de jazz y de la arrabalería de una taberna barrio; un limbo, un punto intermedio, nada que realmente vayas buscando. Detesto los puntos intermedios. El Velouria, por su parte, es una pieza de museo a la que viene bien regresar de vez en cuando para tomar un chupito de tequila con tu yo adolescente. El Long Rock es un lugar de tránsito, un purgatorio de visita obligada antes de volver a casa. Un papel que cumplía el Underground antes de convertirse primero en una discoteca cani y después en un infierno indie al que no va nadie. En el Long Rock ponen siempre la misma música, y con escasa frecuencia es rock. 

Mi bar es el Suite. No sé por qué me gusta el Suite si no es por la música ni la calidad de la cerveza o de la gente. Quizás por la cercanía, más la del hábito que de lo físico. Las mesas de siempre, la ronda de siempre. Mi bar es La Libra. Me gusta la mugrientud de La Libra y de su clientela habitual, que se divide entre viejos borrachos y jóvenes que se emborrachan los viernes. Me gusta su bourbon a 2'50 y la certeza de encontrar siempre a alguien conocido luchando contra ti en una batalla a muerte por conseguir mesa en la terraza en hora punta. Me gusta que el camarero te pregunte si vas a tomar lo de siempre, que te mire con preocupación si pides otra cosa, que te eche educadamente a la hora del cierre y que no se enfade demasiado cuando te resistes con uñas y dientes a abandonar tu trinchera. Mi bar es La Comuna. La Comuna no se llama La Comuna; se llama Eagles desde que fue tomada por los moteros, pero nadie la llama así. Ponen siempre las mismas canciones. Johnny Be Goode, el rock de la cárcel de Elvis Presley, la trilladísima banda sonora de Grease, alguna de Loquillo. Tienen dos o tres pósters con la cara de Johnny Cash, pero nunca he escuchado a Johnny Cash allí. Lo bueno que tiene La Comuna es que ponen Imelda May si la pedimos, la de mujer fatal si insistimos, El último de la fila si somos pesadas y Prodigy si somos muy, muy pesadas, hasta salir de allí con la sensación de que no nos dejarán entrar nunca más. Nunca hay que preguntar a dónde vamos; la ruta politeísta de nuestras noches cordobesas está trazada. Ninguno de estos bares tiene nada de especial, pero son mis bares. 

Me pregunto si algún neurocientífico habrá publicado estudios constatando por qué nos gustan los bares que nos gustan. Será porque son los nuestros.

1 comentario:

  1. Nos gustan los bares que nos gustan porque ellos son los que escuchan mil historietas al final del día sin quejarse, porque en ellos intentamos mejorar el mundo, porque lloramos y reímos a partes iguales en sus mesas.

    Pero sobretodo porque siempre somos las mismas. Porque no existe bar más perfecto que el que nosotras componemos, aquí o en la China.

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