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martes, 3 de septiembre de 2013

Los dedos torpes.




Pablo lo hacía todo bien. Parecía que le hubieran hecho unas manos que sirvieran para todo. Para todo menos para tocar a una mujer. Sus dedos eran torpes. Y se esforzaba sin resultado, y le daba mucha vergüenza que se dieran cuenta de que el chico bueno para todo era torpe con las manos y no sabía masturbar.
Pero Lola pensó que la culpa era de ella y no cabía otra interpretación posible.
- ¿No te gusto?    
Se lo preguntó con lágrimas en los ojos, en uno de sus ataques de culpabilidad asesina. Y Pablo, a quien aún le quedaba un tiempo para acostumbrarse a ellos, no cabía en sí de asombro.
Cuando empezó a entender de qué iba la cosa no pensó que Lola tuviera ningún virus que la enfermaba y la convertía en una criatura inconstante y dual, inofensiva pero de tristeza contagiosa. No. Pensó en estrategias de mujer para poner a los hombres a sus pies, de rodillas. Y pasó de sentir por ella una imparable atracción a un rechazo creciente que barrió todas sus ganas de tocarla.
Lola le daba vueltas a la misma idea de siempre. También para el sexo hay que saber inspirar, y no lo hago porque no tengo el pelo muy largo, ni los ojos claros, ni soy sexy ni hago perfopoesía ni cito a Schopenhauer ni me sientan bien estas ojeras mías. Y por eso Pablo no sabe masturbarme. Si yo fuera una Marilyn o una Pattie Boyd, incluso si fuera una nínfula rosada como las de Nabokov, Pablo me llevaría de golpe al cenit. Y el pobre Pablo no sabía si llorar de impotencia o sacudirle de una bofetada los pensamientos, fueran los que fueran, que no lo sabía, ni podía entenderlos, pero no debían de ir bien encaminados ni ser sanos ni hacerle bien alguno, a ninguno. Él no soñaba con ser un Marlon Brando ni un Humphrey Bogart –que seguramente sí sabrían cómo hacer gritar a una mujer-, sólo quería ser él mismo, Pablo, con los dedos de Pablo haciendo los movimientos correctos, y fin.
Nunca hablaban de aquello. Esa primera noche en que intentaron acostarse juntos y acabó con los dos llorando, cada uno en una esquina de la cama, se convirtió en un tabú desde el mismo momento en que empezaron a quererse un poco. Tiempo después, claro, Pablo entendería los motivos del llanto de Lola, que siempre eran los mismos a fin de cuentas y que siempre volvían, y se repetiría lo equivocada que estaba, sin decírselo nunca a ella, sólo sonriendo para sí, en un gesto de compasión, cada vez que vivía un episodio parecido. También ella comprobaría en sus propias carnes otras veces que los dedos de Pablo no estaban hechos para el sexo. Le vería intentarlo con toda su atención, con un método casi científico, de seguro ensayado con anterioridad a oscuras en la soledad de su cuarto, aprendiendo de memoria cada movimiento que veía en las películas porno para después calcarlo. Pero hay cosas que nunca se aprenden, que son como el don artístico o la presunción divina. Pablo nunca lo haría bien, y a Lola eso le parecía insoportablemente tierno y al final optaba por fingir el orgasmo. Él jamás llegó a creerse aquellas mentiras piadosas, pero en cierto modo se lo agradecía con un silencio cómplice.


1 comentario:

  1. Bueno, Irene, hoy he llegado por casualidad a tu blog. Un enlace sobre tu última entrada, esa de la "Cordosiesa" es el que me ha animado a explorar en tus escritos. Me voy a declarar seguidor ya que me ha gustado tu forma de comunicar. Es un placer encontrar a gente cercana (soy cordobés de adopción)en este mundo telemático. Saludos

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