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martes, 18 de febrero de 2014

La buenaventura.



Una escena de derrota se dibuja en el plano último, casi una mancha sutil como aquellas con las que el pintor esboza el pueblecito a las espaldas de la musa gitana, los galgos pachecos que le miran las tetas a la Diana cazadora y ese puente sobre el río que desmerece la atención de los ojos altivos de la piconera. Ajena al drama vecino, la muchacha mira al suelo. Ella seguramente sea Carmen, Rosario o Dolores y en su casa la llamarán con diminutivo para distinguirla de su madre como hacían con su madre para distinguirla de su abuela. Preferiría posar desnuda, consagrar coplas, vestir de luto, portar navajas o naranjas o limones o guitarras, pero el maestro Julio la ha querido retratar así, como en una fotografía de lo cotidiano en una plaza cualquiera cualquier noche de verano junto a una gitana de la judería que intenta leerle en las cartas una suerte de la que Carmen, Rosario, Dolores no quiere saber nada. Una escena de derrota se dibuja en el plano último, sobre el tablao de una Córdoba barajada, y ella no se atreve ni a mirar.

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