Dosmilcatorce.

A la vez que yo crecía (y aprendía cosas como lo que significa morirse y con ello las diferencias entre los pequeños y grandes giros de la vida y redescubría otras cosas como la vocación o lo maravilloso que es dejarse salvar cuando quien te salva lo hace con buena fe) la ciudad donde habito continuaba lenta pero inexorable su proceso de decrecimiento (a base como siempre de grandes palabras pequeñas maquetas las últimas balas de un alcalde las tautologías de los consejeros los improvisados intentos de escape de la oposición la izquierda dividida la proliferación de personajes de esos que siempre tienen a bien aterrizar en este escenario esperpéntico de (ahora) cuarenta y cinco mil parados la iglesia usurera jaleando a los mercaderes en el templo y el color azul capitalidad aún destiñéndose en las fachadas del C4 y en los ojos cansados de los miembros de la orquesta).

En dos mil catorce abdicó el rey como si esto fuera la invasión napoleónica y él Fernando VII y las plazas se llenaron de republicanas durante un par de días, intentaron sin éxito ponerme un candado justo en el cuello del útero y cantando Cuervo Ingenuo con Javier Krahe Pablo Iglesias terminó de meterse a mi madre en el bolsillo; entre tanto con el Córdoba en primera aún restos de botellón en las Tendillas y algún que otro millón de palestinos menos en el mundo dos mil catorce pasaba por mi vida dando tumbos y como Ingrid y Humphrey en Casablanca pero sin flashblacks hacia París ni ninguna amenaza nazi conocida, el mundo se derrumbaba y nosotros nos enamorábamos hasta darnos igual el retroceso lento de las cifras del paro o lo que opine Inda sobre Venezuela o cuántos autobuses de Aucorsa quedan por arder en la presente legislatura.