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jueves, 11 de diciembre de 2014

El bar.


¿Vas a cerrar el bar?
¡No jodas!
Yo quiero rock'n'roll,
¿a dónde voy ahora?


Había que hacer algunos arreglos superficiales. Reparar el escalón de la entrada, comprar una tele nueva, quizás repintar las paredes, lustrar el suelo y cambiar la cisterna del baño, que a veces daba problemas. Los propietarios estudiaban dar un nuevo impulso al bar, tal vez programar más actuaciones en directo, y para eso hacía falta dinero.
El sofocante verano convierte la ciudad en un pueblo fantasma, poco rentable para casi cualquier actividad económica. En resumidas cuentas, valdría la pena sacrificar tres meses de aire acondicionado, luz y sueldos para una pista de baile vacía. Cerraron en junio para reabrir llegado septiembre, pero llegó septiembre y después octubre y más tarde noviembre y no volvió a alzarse la persiana metálica.

A veces tomaba el camino más largo de vuelta a casa sólo por pasar delante del bar, expectante por intuir alguna señal de vida. A la luz del día y sin una gota de alcohol en el cuerpo, aquel antro tenía poco que ver con el santuario que recordaba: escenario de excesos, fragua de muchas cosas que podían acabar en remordimiento o en salvación, patio de encuentro, espectador resignado y cómplice de la limpia autodestrucción de cada semana. No era la decoración ni la ubicación ni el ambiente, ni siquiera la música, lo que conseguía hacer de aquellas cuatro paredes un lugar sagrado. Todo estaba en mí y en mis amigos, que tuvimos a bien convertirlo en el marco de nuestras mejores fotos. Brilló cuando brillábamos y decidió apagarse a la vez que nosotros comenzábamos a apagarnos también: la responsabilidad, el dinero, nuestra pirámide de Maslow, en fin, la temible vida adulta. Alguien emigró a la capital y otros alguienes se vieron envueltos en una maraña de horarios y horas extra y obligaciones y despertadores que suenan demasiado temprano y jornadas que se alargan hasta casi tocar la del día siguiente y ya nunca volvió a ser lo que era, tal vez un día al año, quizás en Navidad, puede que el año próximo, si las vacaciones coinciden, si se alinean los astros. De pronto éramos mayores y el bar había cerrado y yo prometí no volver a pisarlo ni aunque reabriera con la más ostentosa de las inauguraciones porque me parecía una metáfora preciosa de lo que nos estaba pasando: el fin de un ciclo. Todos se rieron de mi ocurrencia.

En cualquier caso, jamás volvimos a bailar sobre aquella plataforma de madera ni tampoco encontramos una plataforma de madera sustituta sobre la que ensayar un swing patético sin sentirnos como tales. Una noche volví a pasar por allí y reparé con gran asombro en la persiana semiabierta. Entonces el luminoso del bar aún coronaba su fachada. Algunas semanas después apareció en su lugar una librería. Como las librerías carecen de futuro pronto fue sustituida por una tienda de cigarrillos de vapor. Cuando pasaron de moda se convirtió en una tienda de ropa vintage. Aguantó el tirón hasta que una multinacional de cosméticos aterrizó en el local y desde allí vendió eyeliners hasta que decidió empezar a venderlos unas calles más atrás. Entonces volvió a ser un bar pero nunca volvió a ser el bar. Y, por supuesto, ni yo ni ninguno de mis amigos volvimos a ensuciar su suelo.


2 comentarios:

  1. Crónica de una vida anunciada. Al menos el cierre fue épico y al menos, quedamos las presentes aunque mas echas polvo.
    Los mejores años...si esa paredes hablasen

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  2. De esos tenemos algunos en Córdoba. Yo echo de menos el Swing, La Espiga y el FreakDown.

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