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jueves, 16 de noviembre de 2017

Los días del luto.



De los días del luto heredó un bruxismo que a veces se le sube en forma de dolor punzante al parietal, el miedo al suelo del cuarto de baño y un erizo que por mucho que parezca el mismo de siempre es otro nuevo, o será que el de antes ha crecido con sus púas y sus pequeños colmillos de bestia solitaria. Habla de meses de desaparición y exilio voluntario como queriendo que todos los vecinos del barrio olvidemos que era ella la señora triste a la que se vio caminar ida del puente a su casa, de su casa al puente, antes de decidir que la mejor forma de vencer al dolor que martilleaba hasta el mareo era disimularlo hasta que desapareciera, humillado de no recibir atenciones, que es como desaparecen la mayoría de las cosas.

Lo repite como uno de esos mantras estúpidos dando manotazos al razonamiento opuesto que burbujea mientras sonríe a los mendigos y a los perros y a los niños y les pone ojitos a los camareros y al señor de la farmacia cuando coloca en el mostrador el bote de pasiflorín antes de que le dé tiempo a decir buenos días. Si puedo hablar de esto es porque metí el dedo donde nadie se había atrevido. No le pregunté por sus fantasmas hasta que me di cuenta de que estaba deseando que alguien le preguntara. Nunca habla del duelo ni de los días fríos en que le faltó un cable a tierra, los días de la casa al puente, del puente a casa, pero puedo recitar de memoria su memoria anterior y las secuelas, el bruxismo, el baño, el erizo. Ya no le echa de menos, ahí desemboca siempre el relato, pero sacrificaría años de vida plena por una conversación larga en la que poder contarle cuánto le echó de menos y las veces que ha rehecho la historia en su cabeza hasta darle un final feliz, lo feliz que es ese final, cómo escuece aún algunas noches el bien que le quedó por hacer, la última de las últimas oportunidades, la que iba a ser la buena hasta que la murga carnavalera se convirtió en réquiem de difuntos. No quiere que vuelva. Quiere que sepa, allá donde y con quien pasee los parques ahora, que emergió de los horrores como él quería y dejó el luto como él quería y ahora no sabe lo que se está perdiendo.

- por qué no vas a visitarlo y se lo dices

le pregunto inocente, absurda, inútil como quien aconseja a la madre de un hijo muerto rezar mucho, acudir a un médium, sentirse protegida por un ángel de los putos cielos, como el que pretende dar soluciones fáciles a quien ya ha barajado todas las opciones, incluso las imposibles.

- hay que dejar en paz a los muertos

Y paga la cuenta del desayuno y se despide, consciente de que seguirán cobrándole la multa autoimpuesta porque decidió nacararlo todo, recordarlo todo y ahora no hay quien se quite eso de encima. Así que lo disimula y cuando encuentra cerrada la farmacia se exilia, que es lo que debió hacer durante el luto para no sacar a la calle nada que la calle, llena de inocentes, no merezca. Y sé que como siempre cuando salga se sentirá débil y pondrá ojitos a los mendigos, a los perros y a los niños y a los camareros y a los farmacéuticos buscando por todos los medios que alguien le diga algo bonito, como siempre, qué bien lo estás haciendo, qué bonita estás, qué fuerte eres, porque yo que la he visto y que me he visto sé que algunas personas necesitamos escuchar cosas bonitas aunque sean mentira. Por eso cuando abandone por enésima vez el cascarón le diré qué guapa estás, por mucho que le arrastren las ojeras y tenga los ojos chicos de llorar, y volveré a preguntarle por sus fantasmas como hago desde que descubrí que aquella pobre mujer que se había liado a capotazos con la muerte, a la que rehuían las manos amigas y las conversaciones serias, sólo llevaba mil años esperando que alguien se atreviera a preguntarle.


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