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jueves, 19 de septiembre de 2019

la faria de las grandes ocasiones.


la inminencia de la mudanza me ha hecho tomar algunas decisiones lógicas. la primera, deshacerme del mayor número posible de cosas que ya no me sean útiles o a las que no tenga aprecio, lo cual dada mi constatada tendencia a inventarme el valor de las cosas y a barnizar con el aceite de la intensidad cada recuerdo se traduce en deshacerme de dos o tres cosas porque no es para mí la vida del asceta. total, que he tirado algún peluche turbio que gané en los patitos de la feria y un cuaderno de ejercicios para la superación personal que compré en el natura una de las 700 veces que empecé lo del mindfulness pero la caja de los exs se ha quedado como estaba. la otra decisión que he tomado es tratar de acabar con las reservas de comida de la despensa antes de que acabe el mes, lo que me conduce a indeseables encuentros con latas de conserva y alcachofas de bote que compré por si algún día y sobre todo a la obligación moral de dar salida a mucha verdura congelada a la que nunca le llegó ni le tenía por qué llegar la hora. en mi solitario transitar por los caminos del alimento refrigerado y conforme el nivel del cajón mediano iba disminuyendo me topé de bruces con un descubrimiento que tiene de triste todo lo que podría haber tenido de feliz y no tuvo. como la arqueóloga que encuentra una terma romana en las catas de una nueva urba, bajo la bolsa de espinacas en porciones y camuflado entre la escarcha de un refrigerador que nunca hizo del todo bien su trabajo resistía el paso de los meses, quién sabe si de los años, un tupper redondo de los de comida china con al menos una ración generosa de carrillada cocinada probablemente por mi madre o quizás por mi tía, perteneciente con casi total seguridad a la categoría "restos de una comida familiar de altura" que bien pudiera ser navidad o fin de año o reyes no sé si de este año o del pasado. el hallazgo da cuenta de una actitud condenable por varias cosas. primero porque el abandono al que se ha visto sometido ese tupper no lo merece en ningún caso la carrillada que cocinan las mujeres de mi familia. no es además esta una acción redimible en tanto en cuanto una búsqueda rápida en google acaba de revelarme que las carnes cocinadas y en salsa no deben pasar más de cuatro meses en el congelador, lo que dinamita para siempre mis posibilidades con esa carrillada incluso en el más optimista de los casos. pero sobre todo es condenable por la excusa: aunque el intransigente paso del tiempo había disipado el recuerdo de ese tupper en mi nevera hubo una época en la que debí de ser consciente de su existencia y de su espera, y en esa época seguramente tomé la ingenua determinación de reservar la carrillada de mi madre o de mi tía para eso que los idiotas llamamos grandes ocasiones. en mi cabeza debió de sonar muy mágica la idea de guardar la fantasía gastronómica casera que hoy me mira mustia entre los filetes de panga y el revuelto de ajetes para condimentar alguno de mis recuerdos futuros, seguramente una resaca con alguna criatura en concreto o una cena postetílica pero siempre acompañada por algún individuo concreto que nunca era, vaya por dios, el que se despertaba conmigo ese día. puede incluso que la persona a la que yo misma destiné el privilegio de compartir conmigo la carrillada de mi madre o de mi tía despertara conmigo en esta casa tiempo después pero para entonces yo ya me había olvidado del tupper del congelador y seguramente pedimos al burger king. de esta forma reviste el abandono del tupper una gravedad aún mayor que la del ya de por sí grave agravio familiar porque el olvido no es consecuencia de despiste o dejadez ni mucho menos de una desclasada abundancia que despoja de todo valor al tupper casero sino de una construcción enfermiza de ilusiones noveleras en la que el futuro siempre se dibuja más merecedor de mis alegrías y carrilladas que el mediocre presente. me pasa parecido con las bragas bonitas, que no me las pongo por si se gastan y al final engordo y ya no me cabe el culo. me pasaba también de pequeña con la pasta para sopa de los pitufos, que me dedicaba a esquivar pitufinas a fin de dejarlas a todas para el final y cuando les llegaba el turno ya no tenía hambre.

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