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domingo, 3 de febrero de 2019

el alfiler en la uralita



la mejor de todas las alegorías que pudieran servir para explicarle a un indocto mi fobia a la banalidad es la del alfiler en el tejado de uralita que veía desde la ventana del cuarto de pila del piso de mis padres. estamos hablando de alfileres de tender, no de los que pinchan; de las pinzas de la ropa y no de lo que usan las modistas para marcar el arreglo. desde la ventana del cuarto de pila del piso de mis padres se veía la chapa de uralita que le servía de techo a la vecina de abajo, y en los pliegues del techo se quedaban atrapados los alfileres de tender que se le caían a la vecina de al lado cuando tendía los calcetines y los trapos en el cacho de cuerda que tenía en la ventana de su cocina. siempre que me asomaba a la ventana había al menos un alfiler en las cavidades de aquella chapa cancerígena. podía verlo pero no recogerlo porque de hecho nadie podía: no había brazos lo suficientemente largos como para llegar a la uralita aquella desde ninguna ventana y el esfuerzo que requeriría el rescate era excesivo para el precio que tiene en el mercado un alfiler de tender, así que el alfiler quedaba huérfano mediocre abandonado, condenado a la insignificancia más absoluta hasta que un torrente de lluvia lo arrastrara chapa abajo hasta el patio y ahí ya lo perdía de vista. quizás lo rescatara la manoli, que era la vecina del bajo, y ella le devolviera el sentido de su existencia usándolo para colgar sábanas, o se lo llevara un perro en la boca o quizás desapareciera en la caída como se esfumó remedios delante de amaranta y fernanda en el libro aquel del colombiano ese. no es esta sin embargo una ciudad muy lluviosa y los veranos son largos, así que muchas veces el alfiler se quedaba días semanas y meses en el pozo de insignificancia del tejado de uralita, y a lo largo de esos meses semanas días a mí solo me salía desear que ese alfiler nunca hubiera llegado hasta ahí. no me hervía la sangre, no era rabia ni pena ni coraje, era más bien cierta angustia, puede que exista la palabra adecuada para definir la sensación que me embargaba y aún me embargaría hoy si pudiera asomarme a la ventana y ver un alfiler desamparado en una chapa inalcanzable pero no conozco esa palabra. en cualquier caso, es esa. esa sensación es la fobia de la que tanto hablo, y lo mismo vale para una pinza de la ropa que para la existencia misma.

yo no tengo voluntad de trascender. no quiero una capilla ardiente ni farándula ni una historia pa mis nietos, pero que me perdonen los árbitros de la humildad cristiana si reconozco que me da miedo ser un comodín. que dé lo mismo yo que otra, que me apague y no se note o que no merezca la pena rescatarme si me caigo en un techo de uralita. quedarme con la espalda partía en una chapa de amianto, con lo malo que es para la salud y lo patética que sería la escena, ahí sola, desahuciada por contingente y no necesaria como un vulgar alfiler. ya lo sé, que en realidad todas mis obsesiones son la misma cosa contada de distinta manera. no me mires así. yo no recuerdo haber hecho grandes promesas


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